miércoles, 4 de marzo de 2009

La ruta hacia Tortuga. Capítulo II: Veracruz Blues

La luna de esta noche me enloquece. Los últimos jirones de nubes se desvanecen hacia el oeste, iluminadas por el reflejo de la luz solar sobre la blanca y desierta cara visible de la luna. El viento es fresco tras los días de calor, y los insectos nocturnos realizan lo que seguramente será una breve pausa alrededor de cualquier punto de luz. Veracruz, tras la tormenta, es el lugar más tranquilo y apacible sobre la tierra. Sólo quien conoce bien sus calles y su clima, sabe aprovechar éstos breves instantes de calma. Sólo quien es capaz de reconocer los breves momentos de calma puede tener la lucidez de vislumbrar su pasado e intuir los senderos por los que discurre su futuro. Veracruz es una trampa brillante.

Yo, aunque si bien no puedo utilizar el gentilicio de veracruzano, me siento tan de éste rincón como cualquier otro nacido en los barrios. Y sé que, entre tanta confusión, nada hay mas importante que conocer cual es tu pasado y cuales han sido los caminos que finalmente te han traído a éstas orillas. Por mi parte ya he aceptado que existe una línea divisoria invisible en mis derroteros que nunca me dejaran llegar a mi destino, sea éste el que sea, y que en los últimos doce años está situada en el golfo de México. La línea que separa el puerto de Veracruz, las playas de Chalchihuecan, de la Isla de la Tortuga.


Ésta, la Villa Rica de la Vera Cruz, fundada por Cortés, el asesino, el 22 de abril de 1519, en las playas frente al islote de San Juan de Ulúa, ha sido mi cárcel de tequila y mezcal. Llegué aquí por una tormenta y sé que sólo otra tormenta me despegará de su red de engaños y podredumbre. Ahora solo pienso en cómo escapar, porque dejado atrás el ayer, se aprende que cualquier tiempo pasado siempre será peor.

La moqueta del hotel de mala muerte, con sus manchas, sus quemazones de cigarrillos y sus pedazos de canciones, esconde debajo el mármol antiguo y fresco que necesitaba. Así que lo arranqué todo y lo arrojé por la ventana. Ahora estoy tumbado sobre él mientras oigo como la casera amenaza con llamar a la policía si no abandono de inmediato el establecimiento. Establecimiento lo llama. Quizás el mejor sustantivo sería vertedero. Vertedero de almas y vidas dichosas de tocar fondo. Al menos cuando se toca fondo sólo se puede morir o subir a la superficie. Y en estos momentos tanto me da desaparecer, así que si todavía no estoy muerto puede significar que empiezo mi camino emergente.


Las cosas buenas las he vivido en las calles, las he andado sin mirar atrás, hasta aquella mañana tormentosa que desperté con un pedazo de papel en la mano. Abrazado a un destino que nunca imaginé tan amargo y desgarrado. He envejecido tanto desde entonces. Se han roto tantos vasos y tantos sueños delante de mis ojos, que me convertí en un acorazado espartano que degolla sin mirar, sin parar. No puedo hacer nada más que arrancar flores.


Salgo a la calle sin hacer caso de los gritos de la posadera que sigue amenazando. Esquivo la moqueta que tiré hace unas horas o unos minutos, no lo se, el tiempo se ha convertido en escenas inconexas que se superponen y separan por momentos. Creo que mi mente empieza a fallar. Las neuronas deben estar empapadas en una mezcla de drogas y alcohol fatal. Pronto me volveré loco, y sólo me puede salvar escapar de éste lugar. Con el último rayo de lucidez mental subo a una guagua y pago el billete con las pocas monedas que quedan en el bolsillo. Me siento en el fondo de la guagua, entre obreros que vuelven al barrio tras la jornada en la ciudad. Debe ser viernes, afuera, por los sucios cristales, veo muchas luces y gentes con botellas medio vacías, faldas de vuelo blancas, flores en el pelo, gritos, risas y calaveras. Debe ser noviembre.

Culpable yo no he de ser, aunque el instinto de supervivencia consigue que sienta asco por los últimos años pasados. En la cabeza, entre arcadas y sudor, aparecen las imágenes de los muertos que dejé atrás; los niños, las mujeres, las mariposas que nunca tendré entre mis dedos... Hace un año que se cumplió la noche en que me desperté del horror y ahora es tiempo de pagar por los pecados cometidos....


Y me encomiendo a la Santísima Muerte, la madre de todas las madres, la mas virgen entre todas las vírgenes. La que no entiende de clases sociales, de riqueza. La que no juzga a naide nunca, nunca. La que no dicta leyes ni decretos. La que no me dirá si hice bien o mal dejando a tantos cadáveres por el camino. La que me dió esta locura placentera, sin nadie a mi vera, que tan solo me permite empezar a ver con claridad que mi destino no está ni entre las calaveras aztecas ni en los pasos de la sierra.


La guagua se detiene en la avenida de Chapultepec, con el albor de un nuevo sol iluminando los brazos de una mujer con un niño entre sus pechos. Ahora es el momento de salir de nuevo, caminar hacia el océano y dejar que límpie la piel de pólvora y polvo de coca. Ahora es el momento de abrir las venas y dejar brotar la sangre manchada de sangre. Vamos, dale!!!