miércoles, 24 de agosto de 2011

Balada de una mujer, un pingüino y una Walther P38



Cuando Alicia despertó encontró una tibia soledad instalada en su cama. Al abrir los ojos, todavía con la pesadez en los parpados y la estrechez biliosa en el estómago, no halló al hombre que esperaba, sino el hueco pesado de su ausencia. Acercó la cara a la almohada y respiró profundamente, intentando aprehender todos los olores que todavía quedaran presos entre el entramado de algodón. Deslizó un mano allí donde debiera estar (y unas horas atrás estuvo) la verga del hombre que, al dormirse, ocupaba el lado izquierdo de la ancha cama. Dejó caer el brazo a la derecha hasta alcanzar las bragas del suelo. Estiró las piernas y se levantó a abrir la ventana. Allí, en un rojo burdeos de lápiz de labios, había pintado un corazón.
- Es una señal – pensó en voz alta. Y se acercó cautelosa a comprobar si aquel trazo estaba lo suficientemente anclado al cristal como para aguantar unos meses. Al menos hasta que su misión hubiera concluido, y en ese preciso instante se percató que su misión estaba a punto de concluir. En unas horas todo habría terminado.
Tras el café y el ibuprofeno se lavó los dientes. Se dio una larga ducha. Se puso el vestido verde y se calzó los tacones. Afuera estaba oscureciendo.
En la calle, una panda de adolescentes bajaba riendo hacia el puerto. Los ojos y las almas achispadas por el vino. Las puntas de los dedos ardiendo de deseo. Las palabras altisonantes y los gritos trataban de llamar la atención en los sexos opuestos, mientras que sus pies, abandonados, trataban de guiarlos correctamente hacia la fiesta conmemorativa del solsticio estival. Alicia, cautelosa todavía por el despertar, los siguió durante un rato.
Al llegar a la zona donde el mar puede reconocerse, torció a la izquierda y se internó en la zona oscura y misteriosa de la ciudad. Buenos Aires era una ciudad al borde del abismo.
Calle Necoechea con Olavarria, quinto primera. Cerca de la Plaza Solis. Llamó varias veces. Nadie respondió. Sacó un manojo de llaves de su bolso y probó suerte hasta dar con la correcta. Abrió la puerta, tomó el ascensor, y en pocos minutos estaba de nuevo en aquel piso franco donde había pasado los últimos meses de su vida haciéndose pasar por una estudiante de biología de Santa Fe.
Abrió las luces, dejó las cosas en la mesa del recibidor y se dirigió al baño. Tras el espejo, presionando ligeramente sobre un azulejo, estaban escondidos sus pasaportes, dos mil dólares, y el arma con munición Parabellum 9 milímetros que perteneció a Goebbels. Alicia era judía, trabajaba para el Mossad y su misión era asesinar a uno de los últimos nazis que habían conseguido escapar de los juicios de Nuremberg. Ya anciano, todavía campaba a sus anchas por la argentina postmenemista. La pistola era, sin más, un símbolo de la venganza hebrea.
La tomó entre sus blancas manos, la volteó, la sopesó y apuntó a su misma imagen en el espejo. Una media sonrisa se dibujó en su cara. El crimen que iba a cometer no tenía nada que ver, en el fondo, ni con Israel, ni con los sionistas, ni con nada que se le pareciera. Era, simplemente, una justa venganza personal por todo el daño acumulado bajo de su piel. Y en algún momento, quizás cuando sus huesos reposaran bajo tierra, en la misma tierra que la vio nacer. Entonces encontraría la tan ansiada paz….
Honestamente tan siquiera le importaba quien era el tipo aquel al que un fichero encriptado señalaba como su siguiente víctima, y un corazón en la ventana, como su momento para ejecutarlo. En el fondo era su trabajo, para ello había escogido esa vida en los andenes y aeropuertos, para ello había renunciado a una carrera, a un puesto de bióloga en la Universidad de Tel Aviv, a la paz y a un sueldo más que correcto para vivir en ella. Para ello había renunciado a la persona que más amaba en el mundo: su padre. Un croata de ojos verdes y manos enormes que, tras dejarse dos dedos de la mano derecha entrenando a agentes del SAVAK iraní en los sesenta, se retiró a arrancar piedras en un kibbutz del desierto del Negev.
Alicia metió el arma en su bolso y bajó de nuevo a la calle. Andaba preocupada: el tamaño del bolso no encajaba con el de la Walther P38, y corría el riesgo que en algún momento la delatase. Por supuesto que tras los diferentes encuentros que había tenido con su víctima, éste no debía, a estas alturas, sospechar nada. Es más, probablemente creía que trataba con una chica de provincias que necesitaba de un mecenas para pagar sus estudios y el material con el que ejecutaba piezas de artesanía en fieltro, que luego intentaba vender en puestos cerca del muelle de Palermo. Así que trató de olvidar aquel peso en su antebrazo y puso rumbo a Villa Urquiza. Allí tenía la cita, en el Café el Faro, donde la Guardia Joven del Tango se reunía, de noche en noche, para bailar bajo las cuerdas de Horacio Molina, Hernan Genovese y Cucuza. Y allí mismo decidió ejecutar a aquel bastardo nazi que tenía ya demasiados años de vida de más.
Llegó temprano, y pese a ello, vio que él se encontraba con un pingüino de losa blanca ya medio vacío. Al verlo, recordó una noche donde aquellas jarras con forma de ave antártica habían servido para conciliar una gran amistad en el restaurante Tia Elvira de Ushuaia, entre centollas y rápidas nubes recorriendo el cielo estrellado austral. Se acercó a la mesa e intuyó que él se levantaba ligeramente, más por un gesto de cortesía que por voluntad real. Su cuerpo orondo le dificultaba moverse, así que estiró el cuello y le señaló sus labios con el dedo anular. Ella comprendió el gesto y le besó ligeramente en la boca. Los pequeños ojos azules del antiguo capo de las SS brillaron en la penumbra del Café. Con la mano le indicó el lugar, frente a él, donde debía sentarse. Alicia se descolgó el bolso, lo dejó discretamente en la silla de su izquierda y se sentó:
- Buenas noches Arthur.- Dijo con voz cálida –Veo que has empezado a tomar si mi. – Los años de convivencia en el kibutz con judíos bonaerenses y su talento nato para los idiomas y sus diferentes dialectos, le posibilitaban hacerse pasar por una santafesina sin problemas.
- Buenas noches querida. - Contestó él sin disimular su lejano acento berlinés, arrastrando las eses y marcando fuertemente las erres. - Hoy estas especialmente encantadora. Ese vestido verde te queda perfecto. Ya tengo ganas de sacártelo.-
- Tú siempre tan directo, querido. Al menos comamos algo antes. ¿Me sirves un vaso de vino?
Unos años después, en una situación similar, se encontraría con otro hombre, en una cafetería de Nueva York cerca del Dakota, donde tras quitarse el sombrero, el hombre quien creía su amante le quitaría la vida con una 38 mm. Pero esa es otra historia…


En el momento que él agarraba el pingüino y llenaba las dos copas de tinto de Mendoza, Alicia, estiró ligeramente el brazo hacia el bolso. Con aire despreocupado lo abrió y se quedó unos instantes como si buscara algo pequeño en él, tal vez el teléfono móvil o un lápiz de labios. En aquel momento el destello del arma le iluminó brevemente la cara, y una sonrisa casi maléfica se le perfiló en la boca. La P38 era una pistola de recámara fija con gatillo de doble acción, vieja y gastada. Nada que ver con las pistolas automáticas con que su padre la había entrenado. Como en el tirador podía introducir un cartucho en la recámara y usar la palanca de desamartillado para bajar el martillo sin disparar el cartucho, era posible portar el arma cargada con el martillo bajado. Así se podía disparar el primer cartucho y la acción de la pistola eyectaba el cartucho e introducía uno nuevo en la recámara. De esta forma pudo realizar tres disparos: uno entre aquellos ojos de cerdo sádico y dos directamente al corazón, mientras la sangre le salpicaba en el antebrazo y la cara, confundiéndose con el carmín de sus labios. Por supuesto, el ruido del arma provocó que tanto los camareros, la clientela del café como los músicos que todavía preparaban los instrumentos en el escenario miraran directamente a su mesa, estupefactos. Ella se puso de pié lentamente, levantó el arma y encañonó a una mujer que estaba situada justo en la mesa de enfrente, provocando el pánico en el local. Agarró a la mujer del pelo y prácticamente la levantó de un golpe. La escena no podía ser más terrorífica: una chica de verde cubierta de sangre y con una pistola en las manos, un hombre de blanco, gordo, muerto y con la boca todavía abierta por la sorpresa y una mujer histérica sollozando y con el arma en la sien. Nadie se movió, presos por el miedo y la escena. Alicia se acercó con cautela al baño a sus espaldas. Empujó a la mujer al suelo y efectuó un par de disparos al aire que hizo que prácticamente todo el local se agachara. En ese momento entro en el baño de caballeros, rompió el cristal de la ventana y se deslizó por el hueco. Al otro lado, en el callejón, una motocicleta y un casco con las llaves dentro la aguardaban. Se alejó a toda prisa por la avenida mientras la fresca brisa del Rio de la Plata le daba en la cara, secándole la sangre y relajándole la adrenalina que le golpeaba en las sienes. Algo mas allá, entre las calles que lentamente se oscurecían, las Quilmes, las milanesas y las empanadas de humita seguían alimentando a aquella ciudad volcada al verano austral.

Cuevas de la Alqaydimia (Huéscar, Granada) - Habana Café (Cádiz). Agosto 2011.